Take care!

Suscribamos lo obvio sin olvidar lo importante. Valerse en inglés es condición en muchos ámbitos y una capacidad ineludible en el mundo al que vamos. Por otra parte, en el mismo mundo, el español es la segunda lengua por número de hablantes, tras el chino, y en las relaciones internacionales, tras el inglés.

Cautelarmente digo que trabajo en un colegio público bilingüe donde llevo a mi hijo; veo cine, si puedo, en versión original, y en mi estado de WhatsApp escribo «Always do your best». Ahora bien, como la mayoría de mi generación, estudié francés en bachillerato y me siento más cómodo en él que en el inglés medio que mal sé y comencé a aprender a los diecisiete años.

En una persona de treinta y pocos, su carencia revela una deficiencia educativa, que en este punto algo no ha funcionado bien. Pero entre las mayores de cuarenta que conozco, salvo excepciones, las más inteligentes y formadas no hablan inglés o lo hablan mal. Cuestión de biografías aunque de gravitación vital también, de referencias culturales diversas que, socapa de ambición internacional, parecen llamadas a ceder en provecho de un universo anglófono generalmente reducido y estandarizado.

Cuando veo mofarse del mal inglés de otros incluso a gentes de incultura notoria, deploro ese infundado ejercicio de pedantería que al paso engorda uno de los mayores enemigos del aprendizaje de otra lengua: el sentimiento de ridículo, tan paralizante, rancio y nada cosmopolita.

Como todo el mundo, cuando pienso lo hago en mi lengua materna y agradezco que sea el castellano.
Aunque su potencia haya dificultado el aprendizaje de otras, a diferencia de como ha ocurrido en muchos lugares, éste me parece un daño sólo limitado y remediable, una minucia si me apuran, en comparación con lo que tenemos.

La falta decompetencia en inglés de nuestros presidentes no es buena para la proyección de nuestro país, pero tampoco las reducciones presupuestarias al Instituto Cervantes de los últimos años o el conformismo ante el estatuto secundario del castellano en las instituciones europeas. A la postre quizá todo sea fruto de lo mismo: una provinciana pereza y cierta incapacidad para verse en el mundo. Y tengo la impresión de que el presidente que no habla inglés y disimula con una sonrisa inexpresiva, poniendo cara de sherpa tibetano, y el que se engola como un parvenu cuando lo aprende son a estos efectos de la misma tribu.

Me gustaría oír en buen inglés a unas élites de mi país de las que no acierto a saber quiénes son ni dónde están, y me sonrojan los que se reivindican como tales por el solo hecho de hacerlo. Sin embargo como ninguna lengua es la Mesa de Salomón, me tranquilizaría oírlas en un castellano decente, pensante y fluido que es lo que echo en falta sobre todo.

Y no me disgustaría que quienes lo saben, aprenden o ignoran definitivamente, sea cual sea el caso, al iniciar sus conversaciones informales, pregunten a sus colegas internacionales si hablan nuestro idioma, ¿qué se pierde? Y a los embajadores en España los primeros, por supuesto.

Para terminar, otra pregunta: ¿qué pensar de que los presidentes de Estados Unidos no hablen más que inglés, con Iberoamérica al lado y cincuenta millones de hispanos en su propio país? Ya les vale.

(Estrella Digital, febrero de 2014)