A comienzos de los años ochenta me obligaron de fusilero en una de las dos agrupaciones de Regulares que por entonces había en Ceuta. Durante aquel largo año, cada día que el tiempo lo dejaba, la visión del Peñón de Gibraltar nos hacía extrañar la España peninsular a la vez que el uniforme militar nos impedía deambular naturalmente por la ciudad y su pluriculturalidad malavenida.
La doctrina era burda y palmaria: «el moro es traicionero» (sic) o «en esta compañía mandó Franco de oficial y es un orgullo», así que cuidado con todar los cojones de la historia.
La mili allí y entonces no era defensa ni servicio: mera actividad disciplinante en manos de africanistas nativos o aclimatados, muchos ex saharianos —militares retirados del Sahara— que sonrojaban a tenientes de academia recién llegados, suboficiales especialistas o a cualquiera con un poco de normalidad a sus espaldas y menos presión que los soldados de reemplazo.
La libertad andaba sola por los libros leídos a tardes en baretos poco frecuentados o en la contemplación del mar, cuyos colores aprendí y caminos imaginé durante cientos de horas desde las garitas del Pintor, Benzú o el Hacho.
Volví a Ceuta veinticinco años después, en visita de estudios organizada por el CESEDEN, esta vez con diputados, generales, industriales de la seguridad, periodistas, profesores universitarios… Se notaba la obra pública, la tropa de contrato —magrebí en gran medida— y había aparecido un grupo nuevo: los subsaharianos del CETI y sus entornos.
Visitando los vallados fronterizos, nos explicaban tan potente infraestructura y las soluciones inimiginables y penosas con que responden a ella quienes ponen la vida en superarla. «¡Cómo es posible!», los concurrentes asombrados apostillaban al relato. Y un general de la Guardia Civil resolvió: «Porque tienen hambre».
Mucha hambre como para no hacer saltar una y mil veces esos pocos kilómetros de frontera terrestre que España y Occidente sostienen con la realidad «agresiva y atlética» de la desesperación y del olvido.
Cuando el actual director general del Cuerpo dice «la mar» y eleva la barbilla refiriéndose al lugar, aquel mar donde mis ojos se perdían y al que ahora dirigieron sus disparos, no veo a un guardia civil ni a un miembro de la Armada; no es su caso. Me figuro unos náuticos, bermudas y un polo con un caballo en el pecho feo de grande. Veo el gesto adusto de un simple enaltecido que cree que el mundo, su pequeño mundo con razón, le cabe en su cabeza.
(Estrella Digital, marzo de 2014)