Acaso lo sintáis de forma parecida, este verano largo que no llegó del todo y no termina, con su canícula inclemente pero sin esparcimiento y olvido rigurosos. El tema principal ha sido el que fue en la primavera y será en las estaciones por venir; pero, como todo verano, también este guardaba serpientes informativas, fuegos artificiales o cargas de profundidad que amortigua el estío con su desgana.
Un mes ya sin el Emérito; la causa es conocida. Lo patético, a mi parecer, no es que se fuera, sino el gesto desabrido como lo hizo; es decir, la opacidad y el sitio.
He recordado la conversación que tuve con un funcionario de la Casa Real una mañana de julio en 2011: crisis económica en lo alto, el 15-M reciente y se expandía en el argot de algunos emergentes lo del «régimen del 78»; por otro lado, continuaba la investigación sobre la corrupción en Baleares y el Palma Arena disparaba sus piezas separadas, el caso Nóos (Urdangarin) una de ellas.
Mientras él destacaba las bondades de nuestra Jefatura del Estado respecto de otras, comentó que no tengamos una ley en defensa de la Monarquía como para sí la tuvo la República. La charla, aunque informal, era asimétrica; yo escuchaba interesado y sin contradecir con un mínimo gesto, pues no tenía la confianza ni el deber de hacerlo. Pero me sorprendió la evocación de aquella ley de Azaña, a contrapelo democrático, para defender un régimen naciente, sin Constitución siquiera, ante monárquicos descabezados, obispos levantiscos, comunistas rigurosos o anarquistas impacientes.
Un mes después, dieron un giro a la Casa Real sustituyendo en su jefatura a Alberto Aza, en cuyo equipo mi interlocutor estaba, por Rafael Spottorno, director de la Fundación Caja Madrid durante nueve años, tarjeta black y todo. A continuación, en abril de 2012, la cacería del Rey en Botswana de la mano de Corinna y un empresario sirio vinculado a los saudíes… Imaginamos que todo aquello y cuanto luego ha venido irrumpiendo en superficie son eslabones de una cadena de disparates que nunca sabremos bien cuándo ni cómo comenzó, ni alcanzamos a adivinar ahora en qué termine.
La supervivencia a sus orígenes, instrumentos o fautores caracteriza la historia de Juan Carlos I. A Don Juan, el heredero, y a Carrero, su mentor; a Franco, la última palabra; a Fernández-Miranda, el áulico y el muñidor; a Suárez, el ejecutor de la reforma como la conocemos; a Armada, el militar de confianza; a Fernández-Campo, el consejero fiel, y a otros, por dejarlo solo en políticos y militares españoles.
Una vez oí decir, referido al entonces príncipe Felipe, que la mejor obra del padre (y de la madre debería haberse dicho) era el hijo. Además de la Corona, quizá esta sea la parte de la herencia a la que Felipe VI no pueda renunciar: el arte y sacrificio de la supervivencia, en este caso a su padre.
Era previsible que algunos volverían a invocar el advenimiento republicano, aunque sea con argumentos endebles: que si no se votó monarquía o república en el 78, como nunca se hizo, ni en 1873 ni en 1931; que si la elección o los genes, como si la soberanía nacional no residiera en el pueblo del que emanan los poderes del Estado y su Jefatura sea más que un instrumento institucional con atribuciones muy limitadas en España.
Sin entrar en cuestiones de prioridad y oportunidad históricas, sé que hay razones y emociones de peso en favor de las repúblicas, más contundentes incluso que las que sustentan a las monarquías parlamentarias, trazas de la historia al fin y al cabo. Pero el debate democrático efectivo ahora, a mi juicio más que a mi prejuicio, creo, no consiste en monarquía o república, sino en valores republicanos (laicos, igualitarios, integradores…) o no republicanos (fideístas, clasistas, reaccionarios…).
Confío en no tener que llegar a decir nunca lo que Álvarez de Toledo en su última entrevista como portavoz parlamentaria, que «la figura que mejor encarna los valores republicanos es Felipe VI», algo que tampoco ha debido de gustar en un partido tan poco «republicano» como el suyo. Su problema venía de lejos; desde hace tiempo, por la sima abisal de esta derecha, en lo bueno y en lo malo su fluorescencia deslumbra, y la han cesado.
Decía Churchill de su rival, el laborista Attlee, que era una oveja disfrazada de oveja. El cese de Cayetana ha demostrado que Teodoro es un mastín disfrazado de lince, como su nombramiento, tan solo un año antes, acreditaba ya que Casado era un ganso disfrazado de halcón.
Para el relevo, Cuca Gamarra y Martínez Almeida han sido introducidos en el submarino de mando. Fenotípicamente de derechas y ahora felicísima, Gamarra alaba la «audacia» y el «liderazgo» de Casado. Por su parte, llevado de un sentido providencialista de la política que hasta el momento le ha ido bien, Almeida no se ha podido resistir. Parece que el destino le reserva un papelón. A ver.
De vuelta, el último día de este agosto Gabilondo reaparece en la SER con lo siguiente: «Todas las luces rojas están encendidas al comienzo de este nuevo curso. En el tablero sanitario y en el económico estamos fracasando sumidos en el desconcierto y en el desorden». Volveremos sobre ello; seguro.

Conocida, monumental e histórica viñeta de El Roto (El País, 17 de abril de 2012)