Ferlosio (Rafael)

Pasó que estaba allí, en el sitio del equívoco. Finales de abril, terraza del café Universal, junto al parque de Berlín, en Madrid. Trasteando el móvil me topé con un artículo sobre el gran y ya indefenso Rafael Sánchez Ferlosio, fallecido hacía unos meses.

Gregorio Morán daba por error el nombre del establecimiento, ubicando en él «la cutre palestra desde la que (Ferlosio) se sublimó […] como si fuera una parodia de sí mismo, consagrando la tertulia cotidiana en una sucursal de Sócrates en su Atenas».

Vivíamos en el barrio cerca de un año ya, y la sorpresa por aquella vecindad que casi fue me pudo más que el texto, informado al parecer pero ácido sin comedimiento, que la provocó.

—No es «El Universal» como dice ahí sino «Universo». Está abajo, más metido en «La Prospe», cerca de la plaza…  —respondió el camarero a mi interés.

Así que busqué luego su rastro con curiosidad y con respeto. Respeto a él, a mí y a cuantos alguna vez compartimos la taumatúrgica creencia de que, más allá de cada uno y de nosotros, de nuestras relaciones aparentes, pensamientos manidos, estulticias, insatisfacciones y rutinas, había vida inteligente en alguna parte, no demasiado lejos en el espacio ni en el tiempo. Y que una de las pruebas, escasas, que teníamos era Ferlosio.

Encontré el bar restaurante Universo en la calle Suero de Quiñones, por la que solía pasar. Un local neutro, convencional, del que llamaron mi atención las cintas rojigualdas, propaganda de Osborne, que sujetaban los delantales negros de los camareros, algunos de ellos orientales quienes, me pareció, lo regentaban. Cuando enseñé su foto a la encargada, el modo como dijo: «Sí, Rafael» me confirmó el lugar y la figura. Luego he vuelto y comprobado que sus asientos son confortables, dejan hablar.

Otro día vi su fotografía en un cartel deslucido por el tiempo en El Buscón, una librería para leérsela, del barrio en su mejor sentido, quienes me contaron que la única ocasión en que acudió a la Feria del Libro fue con ellos. Un conocido mío que lo saludaba me señaló el parque infantil donde lo vio, su casa y el poyete de la tienda de al lado donde alguna vez se acomodaba a descansar su edad y la fatiga.

Últimamente, rondándome esta entrada, mascullo el pecio aquel sobre un mastín ahorcado que había medio sobrevivido por su peso. He leído de nuevo El reincidente en su sede natural, gracias al amigo extraordinario que me la descubrió primero y regaló después, en momentos sucesivos de nuestras existencias.

También ahí, el comentario de Fabio a Rodrigo Caro: «Rodrigo, la hermosura de las ruinas que me cantas no está en el siempre odioso recuerdo de un imperio, sino en el gozo de ver reflorecido, sobre el cadáver de la bestia misma, el amarillo jaramago».

¿Melancolía?, ¿desolación? De ningún modo. Solo recomposiciones del alma rutinarias, secuelas del estío.

P.D. Recordando a aquellos escritores gramáticos, A contratiempo, poema de Agustín García Calvo que provino de una ocurrencia de Rafael, quien le ofreció los dos primeros versos. Luego Chicho (José Antonio Julio Onésimo) Sánchez Ferlosio puso la música y lo cantaba.

Bar restaurante Universo, c/ Suero de Quiñones, 12-14, 28002, Madrid