«Dios juzgará» y ya está, vino a expresar el nuncio Renzo Fratini refiriéndose a si Franco esto o aquello, y aquel Jefe que se declaraba responsable solo «ante Dios y ante la Historia» no habría de serlo ya tampoco ante la Historia. Roma locuta…
Que con lo del Valle de los Caídos «el Gobierno ha resucitado [sic] a Franco». Que si unos piensan una cosa y otros otra, lo de «los otros» reabre heridas; así que tejamos un manto no de lino bayal para curarlas sino de incienso y estopa cañamera para pudrirlas a cubierto.
«La Iglesia no es franquista» añadió luego. Pero el quid no es lo que sea, sepa Dios, sino lo que en este asunto fue.
¿Cómo pedir olvido en una obra que para memoria se hizo y se sostiene?, ¿cómo hablar de reconciliación sin identificación de víctimas y victimarios ni contrición de nadie? ¿Valle de los Caídos o la mayor fosa común de España?, ¿enésima maravilla del mundo o expresión nítida del nacionalcatolicismo de pretenciosa desmesura?
Imaginado por Franco durante la guerra como lugar para reposo de los propios, el monumento se enclavó en el valle de Cuelgamuros —antes Cuelgamulos o Cuelgamoros, según fuentes—, en el término de San Lorenzo de El Escorial con cuyo conjunto se apareja (panteón, monasterio, basílica…). Quien dude de su propósito y sentido lea el decreto de construcción de 1 de abril —Día de la Victoria — de 1940 y el discurso de Franco cuando lo inauguró, el mismo día pero de 1959.
La erección había requerido veinte años aunque se declarase «de urgente ejecución». Para ello se reclutaron presos políticos que se dejaran el sudor y la salud a cambio de reducir su tiempo de castigo y se convino con los benedictinos la custodia del producto: veinte monjes desgajados de Silos con los encargos, entre otros, de recopilar y difundir la doctrina social de la Iglesia, rezar por los Caídos, agradecer la victoria en la Cruzada y celebrar misas por Su Excelencia, de buena salud entonces.
Ya en 1957, dados «los lustros de paz que han seguido a la Victoria» y una «política guiada por el más elevado sentido de unidad y hermandad entre los españoles» razonaron que aquel fuera «Monumento a todos los Caídos sobre cuyo sacrificio triunfen los brazos pacificadores de la Cruz». A mayor victoria e ignominia, el perdón a los muertos por sus armas. Y aun así, al pergeñar la operación que los acarreara sin distinción de bando al tremebundo osario, el Gobierno instruyó que «siempre que unos y otros fueran de nacionalidad española y religión católica».
De fosas de los campos de batalla llegaron restos sin saber a ciencia cierta de quién eran. En el Valle se reacomodaron víctimas nacionales, aunque hubo familias que, llegado el momento del traslado, decidieron dejar cerca a los suyos, reconocidos y perpetuados «por los sencillos monumentos con los que suelen conmemorarse en villas y ciudades los hechos salientes de nuestra Historia y los episodios gloriosos de sus hijos». Alguna se valdría de la ocasión para reivindicarse.
Los enterramientos de republicanos unos se dejaron como definitivos allá donde estuvieran mirando hacia otro lado, pero otros se trasladaron, fuera como señal de diligencia de alcaldes y gobernadores ante los mandados de Madrid, fuera para borrar las huellas estridentes del pasado aprovechando el monumento como «punto limpio» de la memoria soterrada de España. De sus familias, las de los vencidos, muchas ni sabían en dónde estaban o, de saberlo, ni se atreverían a señalarlo señalándose, ni a poner un pero al traslado si supieron. Otras descubrirían al cabo del tiempo que los restos de sus deudos habían sido llevados y ya no se encontraban donde ellos se creían.
Afirman los que saben que desde 1959 hasta 1983 fueron transportados, en momentos, circunstancias y con procedimientos diversos, una cantidad indeterminada de restos desde los lugares más distantes, y que el número de inhumados en Cuelgamuros, procedentes de 480 fosas, supera con muchísimo los casi 34.000 anotados en los libros registros de los monjes, de ellos más de un tercio (12.400) de personas desconocidas.
«El Valle de los Caídos es un panteón nacionalcatólico. Fascismo español, sí. Un recordatorio de cómo era España hace pocas décadas», afirma sin ambages una novedosa portavoz de la derecha, comentando que el debate sobre el mismo pretende una «victoria retroactiva» y rematando con un «la Transición no se impugna».
Razón en parte lleva. Porque si la victoria fue como la piedra berroqueña en la que se excavó y edificó el complejo, más tarde sería también el suelo indefectible donde se asentó la Transición. Pero si ni la victoria ni la democracia son retroactivas, ¿tampoco habrán de serlo la verdad, la dignidad o la vergüenza?, pregunto.

Franco bajo palio saliendo de una catedral / EFE. De Asturias laica, Vicenç Navarro: «La Iglesia católica española y el general Franco» (19/nov./2018).