Del amor brujo al espíritu santo

Lo reza una placa oscura en el 125 de la calle de Serrano: «El edificio de la iglesia del Espíritu Santo está situado sobre el antiguo auditorio de la Residencia de Estudiantes del que se conservan parte de sus muros.» Luego, en la web, leemos: «la atención pastoral está confiada a sacerdotes del Opus Dei».

Consumada la guerra, perpetraron la victoria. Veamos.

En 1941, el Opus obtiene su primer estatuto jurídico, como Pía Unión, bajo la protección activa del culto e influyente obispo de Madrid, Eijo Garay.

Dos años antes, la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, heredera de la Institución Libre de Enseñanza, había sido disuelta y su patrimonio puesto en manos del Consejo de Investigaciones Científicas (CSIC) recién creado para restaurar —decía el decreto— «la clásica y cristiana unidad de las ciencias destruida en el siglo XVIII».

Borrón y cuenta vieja. Sitio y hora cruciales, como pronto se vería, para los pioneros de la Obra. Así José María Albareda, su secretario general, o el joven Miguel Fisac, cercanísimo entonces a Escrivá, y al que encargaron transformar el auditorio en iglesia. Apropiación y ultraje; pero ahí siguen. Por el Consejo pasarán los años pero por estos no pasarán los siglos.

El auditorio de la Residencia tuvo vida corta pero mucha. Inaugurado en 1933 con La Compagnie des Quinze, acogió los ensayos de La Barraca, los mejores conciertos, las presencias más memorables. Con la Twelfth night de Shakespeare se acabó, toda vez que la guerra impidió ya la realización de la ópera Clavileño de Rodolfo Halffter con decorados de Maruja Mallo.

Allí se representó El amor brujo con coreografía y baile de La Argentinita, cuyo amante, Ignacio Sánchez Mejías, torero ilustrado con quien Rafael Alberti hiciera alguna vez el paseíllo, al año siguiente encontraría aquella muerte que Federico, el amigo, cantó con un llanto monumental. Además del bailaor Ortega, con La Argentinita actuaron tres viejas y gloriosas bailaoras: La Malena, La Macarrona y La Fernanda, tres faraonas sin cuerpo ya y «ni falta que les hace» se dijera.

En alguna noche fantasmagórica, podríamos imaginarnos enfrentados en el lugar los frufrús con los faldones, la ingravidez magnética de aquellas bailaoras fondonas frente a la meliflua elegancia con que el fundador de la Obra bajaba las escaleras sujetándose la falda de la sotana con una sola mano, que cuenta Carandell, la «cautivadora impresión» del santo frente a la conmoción del ángel.

Subraya Emilio Lledó que «somos lo que hemos sido, somos memoria». Y esta es memoria inexcusable, de lo que hay que hablar, no solo por espontánea indignación al conocerlo sino por respeto necesario. Para que lo que somos también porque lo fuimos, y por bueno queremos sentir que lo seguimos siendo, no perezca aplastado, no se pierda —en palabras de Garcilaso citado por Lledó— «por la oscura región de vuestro olvido».

(Estrella Digital, julio de 2015)